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La batalla por Cali

Pablo Federico Przychodny Jaramillo
Cali, la “sucursal del cielo”, ha dejado de serlo; por doquier se observan los efectos de la anarquía que se ha tomado sus calles y avenidas, y los rastros de destrucción, suciedad, las paredes llenas de letreros y símbolos y la presencia por toda la ciudad de encapuchados a pie o motorizados, proyectan unas imágenes apocalípticas para los que se atreven a recorrer sus calles. Temor se percibe en la ciudad en cada esquina, en cada negocio y en cada hogar.

Cali es el escenario de una batalla sin precedentes, una batalla que va más allá de lo que los estudiosos del arte de la guerra podrían definir bajo los parámetros de la naturaleza de los conflictos, pues el que se está desarrollando en Cali, debe proporcionar sin lugar a dudas elementos para la formulación de una nueva teoría en este sentido.
Aquí cabe definir dos movimientos paralelos que a la luz de las dinámicas sociales de los últimos meses son difíciles de delimitar, pues uno, la protesta, alimenta al otro, el vandalismo, en una perversa simbiosis que le resta legitimidad al primero como expresión legitima y deja a la fuerza pública situada en una delgada roja cuando debe intervenir frente al segundo.
Algunos expertos dicen que lo que se observa en el Valle del Cauca, es la materialización de la teoría, del filósofo francés Félix Guattari, de la revolución molecular disipada, la que consiste en movimientos sociales los cuales se identifican con moléculas que desafían al poder movidos por los sentimientos y que, eventualmente, generan caos en la sociedad y carecen de voluntad y de razón, lo que los hace manipulables fácilmente.

Frente a esta postura expongo una discrepancia, en el sentido de que aquí si existe voluntad y razón pese a la manipulación de la protesta como base del escenario de confrontación que se vive en la capital del departamento.
Siempre que se hable o se escriba sobre los conflictos sociales, es importante destacar que no se trata de cuestionar, estigmatizar, satanizar o restarle peso a la protesta legitima, constitucional, necesaria y justa de los colombianos y particularmente de los jóvenes caleños, pues lo que se observa en esta confrontación urbana va más allá de la simple manifestación pacífica y rompe el principio de la libertad de expresión que la ampara, para convertirse en una confrontación de fuerzas ilegales que no buscan de ninguna manera el reivindicar derecho alguno, sino que la instrumentaliza para consolidar sus propósitos e intereses ilegales.
Como si ya no fuera suficiente la existencia de grupos armados ilegales como las Farc y el Eln, que llevan décadas alimentado la confrontación social de nuestro pais, aparecen en esta contienda por el control de los micro territorios urbanos, otros grupos de origen criminal y organizados, cada uno con su particularidad pero que al final todos confluyen en una espiral de destrucción, sometimiento y muerte.

La ciudad de Cali esta fraccionada estratégicamente y en cada sector existen verdaderas pugnas de poder, que llevan a que las llamadas fronteras invisibles ya no lo sean y las áreas controladas por cada grupo comienzan a delimitarse perfectamente con número de calle y carrera.
El occidente de Cali está bajo el control de las milicias del ELN quienes patrullan armados y a su antojo, y controlan hasta la hora en que los habitantes deben encerrase en sus hogares obligados a no salir sino hasta que despunte el día siguiente. El oriente de la ciudad está bajo el dominio de las milicias de las Farc y han consolidado una línea de dominio territorial dentro del cual confluyen los colectivos que se disputan puntos de control específicos y que a la luz de los medios de comunicación y ONGs, se muestran como un solo movimiento de resistencia pero en la realidad son grupos de poder autónomos, propugnando por la hegemonía en cada uno de sus sectores. La existencia de la llamada Unión de Resistencias, es la prueba de que cada grupo obedece a un liderazgo independiente.
El paro nacional de dos meses, abonó convenientemente el escenario para que estos grupos se conformaran, se organizaran y consolidaran gracias el financiamiento y apoyo de las FARC y del ELN, quienes suministraron recursos económicos y armas, muchas de ellas ingresadas a la ciudad con la llegada de la minga indígena proveniente del Cauca, la cual también permitió el ingreso de grandes cantidades de drogas como coca y marihuana tanto para mantener la dinámica del microtráfico y para el consumo interno en los puntos de bloqueo, como incentivo por su participación en ellos. La captura del sujeto con el alias “Lerma” en el oriente de Cali y la de cinco milicianos de las FARC en el mismo sector, deja en evidencia la participación de estructuras armadas dentro de este escenario.
La estrategia de controlar las entradas y salidas de la ciudad más que mostrar la fuerza del movimiento, mediante la instalación de las barricadas, pretendía garantizar el ingreso de los recursos logísticos provenientes del departamento del Cauca y el flujo de milicianos que venían a desarrollar la pedagogía política y organizativa además de controlar el material de guerra que se estaba distribuyendo en los diferentes grupos.
Mientras todo esto ocurría, las fuerzas estatales estaban dispersas tratando de controlar marchas y bloqueos intermitentes en otros puntos, que si bien es cierto eran sensibles, no eran estratégicos para el control territorial de los grupos ya organizados y por ello durante dos meses la fuerza pública estuvo ausente en muchos sectores de Cali, y aun lo siguen estando en algunos donde los colectivos se siguen fortaleciendo pues su trabajo se trasladó de los puntos de bloqueo sobre las avenidas principales, al interior de los barrios. Esa ausencia también fue aprovechada por la delincuencia común, la cual pesco en rio revuelto y se fortaleció constituyendo bandas que hoy son más organizadas y de mayor letalidad y de rápido actuación.
En la batalla por Cali, la pasividad de la fuerza pública contrasta con la constante actividad de los colectivos y de los grupos delincuenciales que se mueven por la ciudad sin temor alguno, pues saben que su oponente natural, la policía, no es mucho lo que puede hacer y si lo hace, tienen la garantía de que un juez muy seguramente declarará ilegal la captura y los dejará libres o en el peor de los casos les dará casa por cárcel. A los miembros de estos grupos ya no les asusta la justicia, pues ella quedo sin garras ni dientes, con el accionar permisivo de jueces y por la presión de personerías, defensorías y de una cantidad de organizaciones que usan chalecos con distintivos de “defensores de derechos humanos”.
En la batalla por Cali, las víctimas son los cientos de miles de ciudadanos que cada día intentan ir a trabajar con la zozobra permanente, pues el riesgo de que sean asaltados, bloqueados o agredidos en el camino es alto. Las estaciones del servicio público se convirtieron en refugio de tribus urbanas, las cuales duermen, preparan sus alimentos allí y ocasionalmente viene alguien de los colectivos a impartir “pedagogía política” como le llaman ahora al proceso de adoctrinamiento. En este mismo sentido, estas tribus se han apoderado de los corredores viales destinados para el sistema de transporte público y de las calles adyacentes y pobre de aquel conductor despistado que intente pasar por esos puntos, pues se verá sometido al imperio de la violencia de quienes allí ostentan el poder.
Transitar por las calles y carreras de la ciudad, es una actividad que se desarrolla con el riesgo que de manera intempestiva se atraviese alguien con capucha, casco y monogafas e impida el flujo vehicular y se atribuya el derecho a requisar los carros y de pedir identificación. En algunos puntos de la ciudad, son los colectivos los que controlan el transito desplazando a los guardas que el gobierno municipal creo para tal fin.

El temor por ser retenido por miembros de los colectivos en un punto de bloqueo es alto, especialmente con el lamentable antecedente del patrullero Carlos Andrés Martínez, quien fue retenido, secuestrado, torturado y asesinado por el grupo que controla el sector del paso del comercio al norte de la ciudad y con lo ocurrido en pleno corazón de Cali, en el sector de la luna, donde fue secuestrado el investigador del CTI, Freddy Bermúdez Ortiz y quien al intentar defenderse hirió con su arma de dotación a dos de sus agresores, para ser posteriormente asesinado a golpes.

El sicariato se ha desbordado en la ciudad; mayo cerró con 163 muertes violentas, un incremento del 43%.
Los propios integrantes de los colectivos, en sus micro territorios, no han escapado a la violencia de las fuerzas en disputa, pues durante el tiempo en el que han ejercido el dominio de cada punto, se han producido muertes de muchos jóvenes, algunos sus cuerpos han ido a parar al rio Cauca, otros han sido desmembrados y arrojados en diferentes puntos de la ciudad como una advertencia de que las fronteras y acuerdos se respetan. Durante el fin de semana del 5 y 6 de junio, en el sector contralado por los colectivos, autollamados primera línea, se registró la muerte de 22 personas de las cuales solo dos estaban relacionadas con la protesta y en el fin de semana del 26 y 27 de junio se presentaron 15 muertes, de las cuales 14 fueron con arma de fuego y 1 con arma blanca, sin relación alguna con la manifestación pacífica y sin que mediara acción alguna por parte de la fuerza pública.
En esta Batalla por el control de Cali, la comunidad se ha dividido aún más, no solo por aspectos partidistas, sino por efecto del accionar de las partes en contienda, pues mientras unos rechazan tajantemente la forma como se ha fracturado la ciudad y se ha destruido el patrimonio social y urbano de los caleños, otros muestran su simpatía, convencidos de que la violencia y el actuar criminal es parte de la protesta. En la mitad, un gran sector de la comunidad atrapada en los barrios de influencia de cada grupo, los cuales se ven obligados a apoyar con alimentos, dinero y a participar de los eventos organizados dentro del trabajo de “pedagogía política” disfrazado de actos culturales, so pena de ser señalados y designados como objetivos por parte de los colectivos.
En la batalla por Cali, la administración del alcalde Jorge Iván Ospina, ha mostrado su calaña al tratar de legitimar las acciones violentas e ilegales de estos grupos, promoviendo la anarquía, no solo con su ausencia física, sino con la precariedad en toma de decisiones para darle manejo efectivo a esta confrontación y solo haciendo su aparición intentando convertir a estos actores del desorden en interlocutores válidos para negociar una paz que se le arrebato a los caleños y establecer acuerdos en los que se les reconoce autoridad y control de los sectores dominados, restándole a las autoridades legítimas la capacidad de recuperarlos y controlarlos.

Este último aspecto se ha constituido en otro punto de controversia que ha dividido más a la sociedad.
Cali es una ciudad en disputa y es una realidad de que lo que fuera la ciudad cívica de Colombia ha perdido su encanto. Cada semáforo, cada puente, cada cruce vial, cada barrio, cada estación del transporte público, tiene “dueño” y no es el gobierno municipal.

Cada escenario de la ciudad se lo disputan organizaciones con tendencia criminal que han encontrado en el ambiente de la protesta social el mejor aliado para sus fines. Aquí el gobierno municipal aparece como la fuerza más débil ante la fortaleza organizativa de los grupos en contienda, quienes amparados en la nobleza de una constitución política y respaldados por organizaciones nacionales y extranjeras han arrinconado a la sociedad caleña, la cual es la victima de este concierto de caos y de violencia organizada. La batalla por Cali apenas comienza y todo hace vaticinar que la lucha por recuperarla para los caleños será larga y dolorosa, y muy seguramente cuando todo esto termine nunca más volverá a ser la sucursal del cielo. Mientras la alcaldía piensa en dialogar, ellos se preparan para otra jornada; la batalla continua.

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