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La encrucijada de los países pobres

      Por Diego León Caicedo Muñoz

      “Si los pobres empiezan a razonar todo está perdido”, Voltaire.

        Los seres humanos estamos viviendo dos situaciones muy particulares, una es la circulación de un virus que se convirtió en pandemia y la otra una guerra provocada por un dictador con ínfulas expansionistas, que ha utilizado la fuerza letal para arrasar con la autonomía de una nación. En los dos casos, la acción inmisericorde del hombre deja al descubierto la vulnerabilidad de los países con menores ingresos económicos.

      En realidad, el mundo no esperaba ninguna de las dos. Primero porque estábamos convencidos que los avances en medicina no permitirían otra peste española y sus secuelas, y segundo porque después de haber superado la segunda guerra mundial, los líderes de los países habían aprendido las lecciones. Pero estamos muy lejos de estas dos expectativas.

      Las repercusiones para la humanidad son graves, no solamente en la salud, sino en lo económico, político y social. Los dos eventos ya se veían venir, pero las grandes potencias, prefirieron invertir en material bélico antes que, en salud y bienestar, como en el caso de Rusia, en donde su tirano optó por aumentar su potencial nuclear.

       Los sucesos afectaron a todos los Estados, pero especialmente a los pobres. Estas acciones, como en toda crisis dejan aprendizajes en el campo de la salud, de la epidemiología, la seguridad, la globalización y la colaboración internacional. La pandemia le dejo ver a los gobiernos que la salud es uno de los bienes más importantes de la población, la cual contribuye a la economía, el progreso y la estabilidad.

       La utilización de energías limpias es apremiante, el mundo no resiste hasta el 2050 para reducir el consumo de los derivados fósiles. Si los países no fueran dependientes de estos materiales, no estaríamos en vilo con la escasez de petróleo y gas por cuenta de la guerra de Putin. Se hace inminente la transformación hacía una economía verde que conduzca a un modelo de vida sostenible.

       La solidaridad y la reciprocidad, de la que tanto hacen alarde los países ricos, desapareció de un momento a otro, y el egoísmo pasó a ser el patrón de los Estados, en especial los ricos. No es nada nuevo, lo único que se reflejo fue el pensamiento individualista y autosuficiente de los denominados países occidentales.

       Una sociedad global colaborativa y cooperativa que pueda enfrentar los problemas en conjunto no existe. Ese modelo económico anhelado incluyente que coloca a las personas, a los derechos humanos y a los pueblos como punto central es solo un idilio.

        La globalización económica es la integración de las economías de todo el mundo, a través del comercio y flujos financieros. Cada país hace lo que mejor sabe hacer, se benefician de los mercados y acceden a los flujos de capital y tecnología, obteniendo importaciones más baratas y mercados de exportación más amplios. A los países con menores ingresos les tocó una posición incómoda, porque la mayor eficiencia no beneficia a todos, ya que los pobres requieren el respaldo de la comunidad internacional, que para los efectos que estamos hablando, siempre se colocan del lado de los pudientes.

        Los países con ingresos bajos producen commodities y los que tienen mayor ingreso tecnología. El problema es que, para producir café, banano o aguacates, se requiere de insumos químicos provenientes del exterior, y a esta dependencia se le agrega otra más, los países pobres se especializaron en determinada materia prima e importan las demás.

        Aquí es donde se complica la situación, porque los países desarrollados adoptan medidas proteccionistas de todo pelambre, como los subsidios a los productores locales y las restricciones de tipo fitosanitario para los productores extranjeros, limitando la entrada de productos agropecuarios y de manufacturas provenientes de las naciones que exportan lo primario.

        Ante esta situación la cual limita la capacidad de ahorro interno, los países pobres deben recurrir cada vez más al endeudamiento externo para poder atender sus necesidades de desarrollo, dedicando la mayor parte del producto nacional a pagar las deudas. 

        Un ejemplo claro de la desigualdad en la globalización se presentó con la pandemia y ahora con la guerra de Rusia. Los países en desarrollo que importaban fertilizantes de Rusia y Ucrania, no hayan que hacer para reponer esta importación, pues todos están en las mismas circunstancias. Como siempre la cuerda se revienta por la parte más débil.

          Aprovechando esta incertidumbre mundial, en Colombia un candidato presidencial propone medidas populistas para afrontar la desigualdad en la globalización e iniciar una economía verde de un solo tajo, como acabar con la exportación de petróleo y volvernos autosuficientes en materia agrícola. Ni tanto que queme al santo, ni tampoco que no lo alumbre, la globalización es un mal necesario que debemos manejar con mucha sabiduría.

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